| 20 de agosto

La politización de todo

Sin importar el tema, o desde la ideología que uno emprenda su análisis, la mayoría de las discusiones actuales acerca de políticas públicas tienen la misma narrativa. Se asume que hay un problema social —potencialmente como resultado de errores cometidos en el pasado— que necesita ser abordado mediante un cambio en las políticas públicas. Luego se propone una solución que se espera que evite una crisis inminente y que el cambio produzca resultados socialmente deseables.

Dalibor Rohac es analista de políticas públicas del Cato Institute.
Sin importar el tema, o desde la ideología que uno emprenda su análisis, la mayoría de las discusiones actuales acerca de políticas públicas tienen la misma narrativa. Se asume que hay un problema social —potencialmente como resultado de errores cometidos en el pasado— que necesita ser abordado mediante un cambio en las políticas públicas. Luego se propone una solución que se espera que evite una crisis inminente y que el cambio produzca resultados socialmente deseables.
Desde hace mucho me he sentido incómodo con este marco que es utilizado demasiado rápidamente frente a casi cualquier problema que afecta a la humanidad, pero no fue hasta que leí el libro clásico de Kenneth Minogue, The Liberal Mind (La mente liberal*, en inglés), que fui capaz de articular de manera coherente exactamente lo que me molestaba. Minogue, quien desafortunadamente falleció a fines de junio mientras que retornaba de una reunión de la Sociedad Mont Pelerin en las Islas Galápagos, era un filósofo político británico-australiano, ligeramente gruñón y con una carrera estelar en la academia británica. 
Pero me estoy desviando del tema. Según Minogue, “la mente liberal” se ha convertido en una doctrina activista que pretende la mejora deliberada de la sociedad y que ahora representa el consenso moral común, tanto en la izquierda como en la derecha, sobre cómo enmarcar las preguntas acerca de políticas públicas. Los desacuerdos siguen siendo acerca de cómo tales preguntas deben ser respondidas, pero la presunción compartida es que hay una clase potencialmente grande de problemas humanos que son vistos como sociales —o como algo que le incumbe a la sociedad en general. Y esos problemas deben ser abordados, de una u otra forma, por el Estado, actuando como un agente de la sociedad.
Margaret Thatcher tenía razón cuando dijo que “no hay tal cosa como una sociedad” (en inglés). Al final de cuentas, solo los individuos —no entidades colectivas abstractas— tienen problemas que necesitan ser resueltos. Es cierto que algunos problemas pueden afectar a muchos individuos y pueden ser resueltos solamente mediante la acción colectiva. Eso puede darse de varias formas —podría decirse que en algunos casos, el Estado es el mejor capacitado para abordar determinado asunto específico. Pero, en principio, no hay necesidad de presumir que determinado problema que afecta a pocos o muchos individuos es un problema social y necesita ser abordado mediante la acción concertada de la sociedad entera.
Dado que la “sociedad” es un término tan vago, una vez que aceptamos la idea de que existen problemas sociales, empezaremos a verlos en todas partes. Los problemas ambientales, el crimen juvenil, la pobreza, el abuso de las drogas, la obesidad, el desempleo, las fallas sistemáticas de la racionalidad humana, entre otros, son usualmente presentados como problemas sociales que requieren una acción de la sociedad.
Este marco interpretativo tiene consecuencias prácticas. Primero, para bien o para mal, su adopción generalizada fomenta el crecimiento del Estado. Invariablemente, la vida trae nuevos problemas que deben ser abordados. Si estos son denominados como sociales y si se espera que los aborde la sociedad —actuando mediante su gobierno elegido— solamente podemos esperar que el Estado haga más y más trabajo. Por si solo, eso puede que no sea algo malo. Sin embargo, también sabemos que un proceso colectivo de toma de decisiones y el proceso político son proclives al fracaso (en inglés). Por lo tanto deberíamos esperar que la mente liberal lidere un número considerable de políticas malas.
Para la mente liberal, prácticamente cualquier cosa es considerada un problema social —y por lo tanto puede ser politizada. Los actos puramente privados como fumar o la elección de dieta califican como asuntos acerca de los cuales debe haber un debate público y políticas públicas. En parte, esto es comprensible si estos asuntos tienen efectos externos. Pero vale la pena pensar acerca del grado al cual tales efectos externos existen debido a la selección de políticas realizada en el pasado —que han convertido al acceso universal a la atención médica, por ejemplo, en un asunto social. Mientras que en general no me agradan los argumentos de pendiente resbaladiza es difícil evadir la sensación de que denominar cualquier problema como social crea una munición intelectual para considerar a toda una serie de asuntos relacionados como sociales también —y por lo tanto merecedores de acción a nivel de la sociedad como un todo.
De mayor importancia es que al tratar de convertir a todos en un ciudadano involucrado (léase: político), la mente liberal ignora el hecho de que los problemas de acción colectiva se vuelven más severos cuando más individuos están involucrados en la toma de decisiones. Al enmarcar a los problemas como sociales, efectivamente los estamos convirtiendo en problemas de nadie.
Como regla general, un individuo no puede lograr nada mediante la política —los votos individuales son insignificantes. Eso significa que —como Minogue argumentó en su último libro The Servile Mind (La mente servil, en inglés)— la acción individual destinada a resolver problemas es reemplazada por poses vacías, la emisión de los sonidos correctos, y señalar que a uno le importan determinados asuntos. Frases como “Me importan los derechos de los animales” o “No quiero que Nike explote a los trabajadores en países pobres” podrían servir como ejemplos. En lugar de fomentar la habilidad de los humanos de resolver problemas, esta mentalidad nos está convirtiendo de manera colectiva en jóvenes quejumbrosos a la espera de que alguien nos resuelva los problemas.
Si estamos, como los expertos en políticas públicas, tratando de influenciar las políticas y encaminarlas en una dirección pro-mercado, nuestro enfoque principal necesariamente tendrá que estar en la cuestión relativamente estéril de cuáles son los mejores medios para lograr determinados objetivos sociales. Aún así, en mi caso, siempre tendré un disidente escondido en mi, deseando que algunas de las discusiones de políticas públicas en las que uno participa, para empezar, nunca tuviesen que haberse dado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Umlaut (EE.UU.) el 14 de agosto de 2013.
Nota:
* En EE.UU. (y en este artículo) el término "liberalismo" se utiliza para referirse a las ideas social-demócratas, mientras que en Europa y América Latina (y en este sitio Web) se sigue utilizando de acuerdo a su acepción original: corriente de pensamiento que defiende las libertades individuales y que, con el propósito de lograrlo, limita la intervención del Estado en la vida social y económica.
 
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