Diego Gabriel Encinas* En el debate contemporáneo sobre la educación coexisten tres grandes visiones que, en su esencia, desnudan concepciones profundamente antagónicas sobre la función de enseñar y el destino mismo del ser humano dentro de la sociedad. La primera de estas visiones, de raigambre tradicionalista o utilitarista, concibe a la educación como un instrumento subordinado al orden político y económico. En este paradigma, la escuela deja de ser un espacio de desarrollo integral para convertirse en un dispositivo de adiestramiento técnico, cuyo objetivo primordial no es la autonomía del pensamiento ni la sensibilidad social, sino la adaptación eficiente a las necesidades de un mercado laboral voraz. Los sujetos son moldeados para cumplir funciones preestablecidas, reducidos a piezas dóciles de la maquinaria productiva, donde el saber se instrumentaliza, dejando de ser una búsqueda vital para volverse una herramienta funcional al servicio de la economía. La creatividad, la solidaridad y el pensamiento libre son, en esta lógica, relegados en favor de la productividad, la sumisión y la rentabilidad.
La segunda visión, nutrida de un enfoque estructuralista crítico, profundiza aún más el cuestionamiento de la educación tradicionalista. No se limita a denunciar su subordinación al mercado, sino que expone crudamente su función como dispositivo de disciplinamiento, vigilancia, normalización y control. Desde esta mirada, la educación no constituye un medio de movilidad ni de emancipación, sino una tecnología de poder que produce sujetos funcionales no a través de la violencia explícita, sino mediante la interiorización de normas, prácticas y saberes hegemónicos. El aula se transforma así en un espacio de observación, clasificación y moldeamiento silencioso. Esta perspectiva, lúcida pero profundamente pesimista, revela que no hay salida fácil de las redes invisibles del poder que se filtran hasta el último pliegue de la subjetividad.
En contraposición, una tercera perspectiva rescata y reivindica el potencial liberador de la educación. Enseñar, desde esta visión, no es adiestrar ni vigilar, sino acompañar al sujeto en el descubrimiento de sus propias capacidades, en la construcción de una identidad crítica, creativa y solidaria. La educación se revela como un medio no solo para desarrollar habilidades técnicas, sino, sobre todo, para cimentar valores fundamentales para la vida en sociedad: empatía, solidaridad, respeto, filantropía. No se trata simplemente de formar individuos capaces de superarse económicamente, sino de formar seres humanos íntegros, dotados de pensamiento autónomo, conciencia social y capacidad de compromiso con la mejora del mundo que habitan.
No obstante, abordar este complejo entramado de visiones no puede hacerse desde un enfoque dogmático ni doctrinario. Sería un error incurrir en reduccionismos o afirmaciones absolutas. Existen contextos históricos y sociales en los cuales el sistema educativo opera efectivamente como un dispositivo de disciplinamiento y dominación, validando el diagnóstico Estructuralista. Sin embargo, en otros escenarios se gestan proyectos educativos genuinamente orientados al desarrollo y emancipación del sujeto, encarnando así la tercera visión. El análisis debe permanecer atento a los matices, a las particularidades de cada sistema educativo, a los programas curriculares, las metodologías empleadas, las prácticas docentes, las condiciones materiales de enseñanza. No puede afirmarse estáticamente que toda educación libera, ni tampoco que toda educación somete: la realidad impone una mirada situada, sensible, que rehúya tanto del pesimismo absoluto como de la ingenuidad ciega.
Pese a esta complejidad contextual, es indispensable sostener ciertos principios como horizontes normativos irrenunciables. La educación no debe ser jamás un mecanismo de dominación, de
moldeamiento de la obediencia o de sumisión a lógicas mercantiles. Su norte debe ser siempre el desarrollo pleno del sujeto, el fortalecimiento de su capacidad de pensar de forma autónoma, de construir sus propios proyectos de vida, de ejercer una ciudadanía solidaria y democrática. La formación del individuo no puede reducirse a su mera capacitación laboral: debe apuntar a su crecimiento integral, en todas las dimensiones constitutivas de su existencia.
La autosuperación, bajo esta luz, no debe entenderse en términos competitivos ni individualistas. La verdadera realización personal implica necesariamente la construcción de vínculos solidarios, la preocupación por el otro, el compromiso con el bienestar colectivo y la consolidación de una democracia sustantiva. Valores como la empatía, la cooperación, el respeto por el entorno y la filantropía no constituyen formas de adoctrinamiento, sino que forman el sustrato moral indispensable para cualquier sociedad que aspire a la justicia, la equidad, la democracia y la paz duradera.
Superar la visión utilitarista implica, asimismo, despojarse de la idea de que la educación es un mero engranaje del sistema económico. La educación debe ser concebida como un motor de transformación social y cultural, como un acto radical de humanización. El desarrollo que debe promover no es sólo económico, sino esencialmente humano: intelectual, afectivo, ético y social. En esta concepción, el aula se transfigura en un espacio de acontecimiento, donde se despiertan la creatividad, la concentración, la sensibilidad, la inspiración, el juicio crítico, la tolerancia, la imaginación y la paz interior. Formar, entonces, es también democratizar: abrir la experiencia del mundo a la posibilidad de su transformación y al compromiso colectivo por su mejora.
En este horizonte, el rol del Estado resulta absolutamente central e irremplazable. Delegar la educación al mercado o someterla a la lógica privatista equivale a perpetuar y profundizar las desigualdades estructurales que laceran el tejido social. El Estado tiene la responsabilidad indelegable de garantizar una educación pública, laica, gratuita, obligatoria y de calidad para todos, sin distinciones de origen social.
Sólo mediante un sistema educativo accesible a todos se podrá aspirar a una sociedad más justa, equitativa, pacífica, democrática y talentosa. Cuando la educación depende de la capacidad de pago, la igualdad de oportunidades se convierte en una ficción trágica, y sin igualdad real, la libertad se reduce a un privilegio reservado para unos pocos.
Educar no es preparar empleados, sino formar sujetos libres. No es preparar para competir, sino cultivar inteligencias sensibles. No es reproducir las injusticias del orden vigente, sino abrir caminos hacia lo que aún no existe. Allí donde una escuela resiste a ser un engranaje funcional y se convierte en un espacio de crecimiento humano, allí donde un maestro enseña no solo saberes, sino también humanidad, se gesta la promesa de un futuro distinto. Y esa promesa, hoy más que nunca, debe ser defendida como uno de los actos más profundos y necesarios de esperanza.
El autor de la nota es licenciado en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ).